Juan Gelman ...

Sunday, May 28, 2006

Fábulas de la muerte


Hemingway y Adiós a las Armas

“¡Cristo, esta guerra es una maldición!”

Por Eduardo Lund

Un año después que su padre, el doctor Clarence Hemingway, se auto recetara una bala para la jaqueca en 1928 – una costumbre familiar, por cierto –, el viejo Hem terminó de escribir una de sus novelas más importantes: “Adiós a las Armas”. Ambientada en la Primera Guerra Mundial y con un joven conductor de ambulancias estadounidense en Italia, Frederick Henry, como (anti) héroe; esta novela – autobiográfica en algunos pasajes – transforma a Hemingway en el escritor más leído de la poco esperanzadora, en ese momento, Lost Generation.
Es el año 1918 y Estados Unidos ingresa al cuadrilátero europeo con la impetuosidad de un carterista adolescente. El viejo Hem, por aquellos días un muchacho, renuncia al Kansas City Star donde reportea y se alista en el ejercito, sin embargo, es rechazado gracias a que un sujeto, tiempo atrás, le sacudiera el polvo en una pelea boxeril y le dejara, con un buen derechazo, un ojo a mal traer. La Cruz Roja necesita conductores para sus ambulancias y esa es su oportunidad, unos meses después, Hemingway, conduce una por el frente italoaustriaco. Con mayor suerte, John Dos Passos recorre el frente francés, también tras el volante de una ambulancia. Digo con mayor suerte por que al viejo Hem, el 8 de julio de 1918 cerca de Fossalta di Piave, una granada de mortero lo hace volar por los aires. “A través de otro ruido oí una tos, luego un “chu, chu, chu”, luego un fulgor, como cuando se abre la entrada de un horno, y un rugido que se alargaba en un viento rojo y blanco. Quería respirar pero no podía, y me sentí arrancado de mí mismo y siempre arrastrado por aquel viento de fuego... Respiré y estuve de regreso.” revive en “Adiós a las Armas”. Su convalecencia en un hospital de Milán fue más larga que su participación en la guerra, y allí, acompañado de dos medallas, de un par de botellas de coñac y de 247 fastidiosas esquirlas en sus piernas, conoce a Agnes von Kurowsky, una enfermera de Washington con quien lleva una relación que acabará penosamente. “He intentado olvidarla con mujeres y alcohol…” le escribe a un amigo algunos meses después de la ruptura; vuelve a recordarla en esta novela, ahora con el nombre de Catherine Barkley y es el amor incondicional de Frederick Henry cuando el mundo se hace añicos en cada sorpresivo diluvio de bombas.
Ambos personajes mantenían una inocente y casi infantil relación hasta que Frederick es invitado a negociar con la Muerte por medio de una granada de mortero, cuando se reencuentran en aquella sala del hospital de Milán – donde él es llevado para su mejoría y ella, casualmente, reasignada allí – su amor cobra mayor fuerza y es en estas circunstancias que comienzan a proyectar un camino juntos. Todo marcha sobre ruedas hasta que Frederick es enviado nuevamente al frente. La verdad es que el ejército italiano no soportó el poder bélico de austríacos y alemanes y fueron barridos como si de hormigas se tratara. El avance de estos ejércitos fue rápido, por otra parte, la retirada de aquellos que olfatearon la derrota en Caporetto, fue completamente desorganizada y los oficiales que huían del frente eran tomados prisioneros y juzgados por sus compatriotas, una rápida pantomima militar que finalizaba cuando los fusiles de los Carabinieri vomitaban una ráfaga de balas sobre el cuerpo de algún desafortunado ufficiali. Con la astucia de un zopilote, Frederick – que portaba estrellas de teniente – logra zafarse de aquella jugarreta mortal y se arroja al río Tagliamento, lamido por las balas. Luego de aquella aventura desafortunada regresa clandestinamente a Milán en busca de la, ahora, embarazada enfermera Barkley para escapar a Suiza, donde todo termina con un punto final que solo Hemingway sabe incrustar en sus historias.
“Adiós a las Armas” es una novela que corre a la velocidad de un buen caballo de carreras, a la velocidad de un bello equino que no baja el ritmo de sus trancadas y que por la recta final es un nudo de nervios y carne que no se detiene. En su piel lleva tatuado un sinnúmero de imágenes descritas con una fuerza literaria única capaz de agarrar al lector por el pescuezo y arrojarlo al campo de batalla, al los brazos pálidos de Catherine Barkley o simplemente sentarlo en un café, frente a unos huevos con jamón y una cerveza, mientras afuera llueve y todo, todo tristemente se va por el caño. Los diálogos, transparentes como un vaso de vodka, son ágiles y permiten comprender con claridad las reacciones de los personajes dentro la coreografía dispuesta magníficamente por el viejo Hem.
Aquella incursión bélica para Hemingway significó el comienzo de una vida de aventuras, de un ir y venir constante por el mundo que registró en sus libros y crónicas, un viaje continuo que acaba el 2 de julio de 1961 en Ketchum, Idaho, cuando besa el cañón y, con aquella seguridad que le ha dado la vida, presiona por última vez el gatillo de su escopeta.

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